Álvaro Santillán es un diablo tan maligno como los que fabrica. Para él, mis preguntas son una coladera por donde se escurre. Imposible mantener la articulación de una entrevista, se niega a sostener el hilo más o menos consecuente de una conversación. Qué reto escribir de un coloquio que se configura y desfigura por culpa de Álvaro.
Taller de Jazmín Juan y Álvaro Santillán, es el nombre de su factoría artesanal de juguetes tradicionales y cartonería. Sobre las paredes hay una multitud de muñecas de cartón con sus peinados y trajes de cirquera de la década de los cuarenta. Me recuerdan Águeda, un personaje que aparecía en los libros de lectura de segundo o primer grado, décadas atrás.
En este taller se producen brujas —a escala pulgarcito—, duendes, subibajas, perros, gatos, luchadores, títeres con nombre de magnates, corazones, teatrinos con personajes incluidos, máscaras, calaveras, toritos, alebrijes, y, desde luego, diablos, además de otras piezas que Álvaro deseé crear o aquellas que le pidan.
El momento en que Álvaro arranca el día es entre 7:30 y 8. ¿Qué desayuna? El juguetero abre los ojos como si mi pregunta fuera cosa del otro mundo. “Preguntas cosas muy raras”, comenta mientras corta un pequeño triángulo de madera con una caladora. Insisto: ¿desayuno? Contesta: “Hoy, té negro porque se me acabó el café. A veces, salgo a comprar tamales porque no soy de rutinas. Luego, a darle de comer a los perros. El taller lo abro como a las diez. Cada día es distinto. A veces vienen alumnos”.
En esta ocasión, hay alumnas. Maricha, una joven de pelo castaño con las puntas doradas está trabajando. Tiene frente a sí el esqueleto de un alebrije, está armado por medio de pequeños rollos de periódico articulados con alambre. “Tiene cara de ajolote”, dice ella. Sofía maniobra con plastilina color barro sobre una base de cartón; está haciendo una máscara, dice que se trata del rostro de una mujer con una enredadera en los contornos.
“¿Te gusta el futbol americano? Ya va acabar la temporada, qué lástima. Hoy tengo que terminar subibajas, ir a comer tacos y ver Aquí nos tocó vivir, porque va a salir un amigo, también juguetero”, pregunta Álvaro a quien quiera contestar, luego, como se puede apreciar, enumera sus labores de éste día y agrega: “Aquí se trabaja por inspiración, un día tengo ganas de hacer subibajas”.
Por unos segundos concentro mi atención en las manos que están dando forma a la máscara con rostro femenino y al alebrije con cara de ajolote.
<<Hola, Maricha, hoy sí te peinaste>>, dice una voz impostada, una falsa voz de niño. Giro la cabeza y ahí está Álvaro manipulando una marioneta. “Éste se llama Juan Rockefeller y no sabe que es marioneta”, dice el juguetero con su voz natural refiriéndose al juguete que tiene en las manos. Yo muevo la cabeza y hago expresión de emoji: los ojos mirando hacia arriba. Y viene otro giro súbito en la conversación, una peripecia del coloquio: “Llegan tantas gentes aquí, hoy vino un historiador. ¿Y si ponemos música en lugar de Fernanda Familiar?”, dice el juguetero con un radio en las manos.
Dios mío, no hay modo de darle una coherencia a esta entrevista, me digo algo agobiada y, ya en un plan de cierta desesperación, pregunto qué hacía Álvaro antes de ser juguetero, porque hablar de cómo transcurre un día laboral para él, ya se vio que es imposible. El juguetero me mira con sonrisa de diablo y mirada más diabla aún: “Vagaba por la vida, iba a la UNAM, a la hemeroteca, leía la nota roja, es fascinante, soy morboso, no sé porqué”. Zaz: Un joven con alma de juguetero que lee la nota roja.
“Rockefeller, ¿qué vamos a comer hoy?”, dice Álvaro dirigiéndose a la marioneta. <<No lo sé, ¿tacos?>>, contesta el juguete y el juguetero agrega “luego iremos a comprar sillas a Wallmart”. Protesto: así no se puede entrevistar a nadie, la entrevistadora apenas puede reunir pedacería de una conversación dispersa. Álvaro endereza el torso, me mira con sorpresa, como un incomprendido adolescente de 13 años, y casi gime en tono de justificación: “Pos tú me haces preguntas muy raras como esa del desayuno. Hoy desayuné jugo de betabel con avena”. Álvaro me muestra un vaso de contenido color betabel. ¿No había sido el desayuno un té negro a falta de café? Caray, aunque parezca lugar común, esta charla me evoca el episodio de Alicia con el Sombrero loco.
A ver, me digo, hay que buscar un orden, fabricarlo, y trato de no dar espacio a mi desconcierto. ¿Qué lee Álvaro? El juguetero salta y se anima su rostro “Leo novelas policiacas de escritores de habla española. Ibargüengoitia. Maten al león. Las muertas. También leo historia de México, Paco Ignacio Taibo, Benito Taibo, Francisco Moreno. En la Biblia leo crímenes”. ¿Por ejemplo? “Noé se echaba a las palomas”. Eso no es cierto, le digo. “Bueno, en la versión que yo leí, sí”, contesta y para escabullirse agrega: “Quiero leer la tesis de Peña Nieto, será vital en mi vida. Leo deportes en revistas especializadas. Le voy a los bengalís de Cincinatti. Mira, ahí está Jacobo con su uniforme de bengalí”, dice mirando hacia un anaquel, en donde está sentado un perro ¿de cartón?
—“¿Qué uniforme te gusta?”—, pregunta Álvaro a Sofía,
- “El de los Raiders”—, responde ella.
“A Tina, mi perra, le gusta el futbol americano”, dice el juguetero sin dirigirse a alguien en particular y, después de un rato, la marioneta Rockefeller toma la palabra: <<soy un títere pobre, pero tengo un acuario lleno de ajolotes. ¿Ya han visto el acuario de Slim? No tiene madre>>. Entran dos clientes. Álvaro y yo damos por concluido el coloquio: por fin, ya era el momento.
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