Gratia Plena
Carmen Ros
De todas las peregrinaciones que visitan el Tepeyácac, ésta, la de danzantes, es la que más me gusta. Por la Calzada de los misterios, la ondulante, la que llega a mi Basílica, mi teocalli, miro cómo avanzan los concheros. Me colma verlos bailar auroleados de plumajes y, mientras se eleva la fragancia del copal hasta mi imagen en el tilmatli, siento el impulso sagrado de la danza al oír el retumbar de cada huéhuetl, el rasgar de guitarras de concha, el golpeteo de pies y el sonido acaudalado de los caracoles.
Mi corazón se yergue como un ocelote que despierta hambriento, se pone en pie a la manera de un maguey que lozano se abre. Cuánta flor y cuánto canto revolotean a mi alrededor. Cómo no agradecer y aplaudir este ilihuiyotl, este mitote, este consagrado exceso a mi divinidad.
La música brota hasta de los coyuyos, esas sonajas que aderezan los tobillos de mis concheros. ¿Tú también te exaltas, mi Chalchihuitzin? Siento tus brinquitos de conejo en mi vientre. Si vieras cuánto agita mi ánimo ese tapiz de huipiles bordados y de taparrabos bien ceñidos que se mueve por la Calzada.
Ahí viene la peregrinación emplumada, serpentea acercándose con lentitud a las puertas de mi teocalli.
Un sacerdote ataviado con sotana del color del azabache recibe a mis concheros y, a semejanza de los otros sacerdotes, los antiguos teopixke, va tocado por un penacho de majestuosas plumas. Fue necesario el transcurrir de muchos ciclos, muchísimos soles para ocupar, estremecida, mi mirada entera en esta romería de danzantes.
Las otras peregrinaciones que visitan mi santuario también me son gratas, mi Chalchihuitzin. ¿Existe acaso alguna madre a quien las lisonjas de sus hijos no la complazcan? Pero este peregrinaje resucita aquel regocijo de bledos y corazones en donde palpitaba la apetencia de ser madre, o las congojas por no serlo, el orgullo de parir y si en ello se iba la vida, la muerte se vivía en el Tlalocan. Era otro tiempo, cuando la muerte en el campo de batalla o sobre la piedra de sacrificios era el sendero que conducía al otro paraíso; cuando valía más perder el alma en el alumbramiento que nunca pasar por él.
El latín de aquel entonces, tan dispuesto para la excelsitud de un rezo, al principio, no alcanzaba a traspasar mi ingenio, pero luego empezó a caer como gotas de luz en mi entendimiento. El náhuatl cae tan líquido todavía. Me gusta que el sacerdote de atavío azabache salude a la peregrinación de mis danzantes en latines, luego en el hablar antiguo, el mío, el de Tonantzin, y después en castellano, la lengua dada por mandato, la decidora de sonidos nuevos. Cuántas cosas se remueven en mi ánimo al ver entrar, a mi teocalli, cuatro mujeres vestidas con huipiles suntuosos, empuñando un caracol para soplar a los cuatro puntos cardinales; y, después, oír el silencio que se extiende por todos los rincones de mi Basílica, cubriendo estos muros y luego estremecerme con el batir de los huehuetlime que rodean este altar, mi altar. ¿No es acaso su ritmo aquel que convocaba a las guerras floridas? Mi Chalchihuitzin, piedra de jade en mi vientre, ¿no es verdad que deseamos saltar con ellos, los concheros que bailan alrededor nuestro y allá fuera, en el atrio? Quisiera hacerme un huipil con este manto de estrellas que me cubre y danzar para ser la otra advocación: la Señora del Faldellín de Luceros.
Cada época tiene fuerzas y creencias distintas como las del mundo aquél, cuando el poder de tu martirio y crucifixión, mi Chalchihuitzin, opacaron el mío: fue poca cosa, una pluma de pípil. El valor del sacrificio ha sido asunto tuyo y el del consuelo, mío. La abnegación me fue atribuida, pero bien sabe el Altísimo lo que significa abrevar en las aguas de la impotencia y el coraje y para seguir existiendo después de la muerte de un hijo. Pocos supieron allá, en el Calvario, cuántas veces puncé mi cuerpo entero con astillas de tu cruz, enjugué mis lágrimas con tu mortaja y llamé a gritos al ángel mensajero, reclamándole que no me hubiera advertido el precio que yo debía pagar por la gracia concedida.
En los tiempos cuando los frailes predicaban tu nacimiento, muerte y resurrección para el perdón de los pecados, acontecimientos que en el Anáhuac se escucharon con la naturalidad de la tradición, el obispo Zumárraga me ignoró, nada dijo, en sus cartas a España, de mi presencia aquí, en el Tepeyácac, ninguna mención hizo de esta necesidad de darme entera para ser quien soy.
En cambio, la fuerza que ahora se despliega aquí en mi Basílica, en esta época, me aviva para darme a corazón entero, porque yo también, junto contigo, prediqué cada una de tus palabras a quienes no alcanzaban a escucharte; sentí cómo el alma se me caía arrodillada por la traición, la carne abierta por cada latigazo desgarrando tu cuerpo, por la humillación, por el escarnio, y aullé al ver en tus ojos la duda antes de morir: en algo menos que un instante, cruzaron por tus ojos la desesperanza y la falta de fe.
Soy lo mismo que tú: Yo, la corredentora de esta humanidad. Sí, Chalchihuitzin, aquí sí ardo a gratia plena, en donde el copal y los atabales se ponen en pie de canto, y en donde una de las mujeres que soplan los caracoles, se acerca a nuestro ayate y, como si tuviera el pecho abierto a punta de pedernal, exclama en un alarido: ¡Ella es Dios!
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